lunes, 6 de junio de 2011

Rainer Maria Rilke

  
 Mi vida no es...
 Mi vida no es esta hora abrupta
en la que me ves precipitado.
Soy como un árbol ante mí decorado,
no soy más que una de mis bocas,
la primera que habrá de callarse.

Soy el intervalo entre dos notas
que sólo con dificultad armonizan,
porque la de la muerte subir más alto quisiera...
Pero, ambas, vibrando en la pausa oscura,
se han reconciliado.

Y el canto es hermoso.
 
Día de otoño

Señor: es hora. Largo fue el verano.
Pon tu sombra en los relojes solares,
y suelta los vientos por las llanuras.

Haz que sazonen los últimos frutos;
concédeles dos días más del sur,
úrgeles a su madurez y mete
en el vino espeso el postrer dulzor.

No hará casa el que ahora no la tiene,
el que ahora está solo lo estará siempre,
velará, leerá, escribirá largas cartas,
y deambulará por las avenidas,
inquieto como el rodar de las hojas.


Por ti, para que tú un día llegaras...
 
Por ti, para que tú un día llegaras,
¿no respiraba yo a media noche
el flujo que ascendía de las noches?
Porque esperaba, con magnificencias
casi inagotables, saciar tu rostro
cuando reposó una vez contra el mío
en infinita suposición.
Silencioso se hizo espacio en mis rasgos;
para responder a tu gran mirada
se espejaba, se ahondaba mi sangre.
¡Qué expresión fue sembrada en mi interior
para que, cuando crece tu sonrisa,
proyecte sobre ti espacio cósmico!
Pero tú no vienes, o vienes demasiado tarde.
Precipitaros, ángeles, sobre este
linar azul. ¡Segad, segad, oh ángeles!

Todos cuantos te buscan a tientas...

Todos cuantos te buscan a tientas.
Y quienes te encuentran te atan
al gesto y a la imagen.

Yo en cambio quiero comprenderte
como te comprende la tierra;
con mi madurar
madura tu reino.

No quiero de ti vanidad alguna
que te demuestre.
Sé que el tiempo
no se llama como tú.
No hagas por mí milagros.
Da la razón a tus leyes
que de generación
se tornan más visibles.

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